ANTONIO MATEO: mi padrino haitiano.
*Ismael SARMIENTO RAMÍREZ
Combatió el racismo a través de la música y la danza. La escultura simboliza su imagen. Antonio Mateo nació en el 1901, en Grand’Anse, muy próximo a Jérémie (Haití). Viajó a Cuba en 1919, muy joven, con sólo 18 años; primero, al entonces Central “Preston”, en la actualidad “Guatemala”, municipio de Mayarí (Holguín); luego, al Central “Almeida”, que cambió de nombre varias veces y que hoy no existe, aunque el poblado sigue llamándose “Los Reynaldo”, municipio Songo-La Maya, (Santiago de Cuba). Murió en 1996. Mateo, imbuido por las tantas promesas falsas dadas para atraer la inmigración barata de antillanos a Cuba, desde finales del primer cuarto del siglo XX, viajó al Oriente cubano para trabajar como jornalero en los campos de caña de azúcar, pero quedó sin visión de los dos ojos muy pronto.
Cuando lo conocí, vivía en un batey llamado “La Palmita”, que está antes de llegar a mi pueblo natal: Los Reynlado. Todavía allí pervive la cultura haitiana en su máxima expresión a través de los “pichones”, sus descendientes. Mateo compartía habitación en un barracón, hacinado con otros inmigrantes, entre ellos Ovidio Vargas, Santiago Fis, Elpidio Sandó y Benito Pio. Luego vivió en un cuarto muy pequeño, de una casona de madera, sólo con la puerta de entrada y una ventana al fondo; sin baño, sin cocina y el suelo también de madera en tarima, que las filtraciones del techo de zinc no tardaron en podrir y eso permitió la cohabitación con ratas y continuas humedades.
Desde niño, visitaba con mi abuelo Ñico los bateyes de haitianos, alrededor del Central Los Reynaldo: Aguas Bellacas, Velona, Posa Lajas, Ojo de Agua, Los Visos y La Palmita, donde vivía Mateo. Mi abuelo era panadero-dulcero y en las tardes repartía a caballo, en grandes alforjas pan y “cuerua”, una especie de bizcocho hecho con los recortes de los dulces. Esas tardes en los bateyes de haitianos eran de anécdotas y reflexiones. Nunca olvidaré, siendo muy niño, cuando Mateo repetía una y otra vez a mi abuelo: “Este niño tiene algo”. “Sólo puedo ver [era ciego] cuando él viene a verme”. En 1987, investigando para el Atlas Etnográfico de Cuba, llevé a otros colegas a La Palmita para que vieran una “Fiesta de Résigné”. En esa oportunidad, al recibirnos dijo: “Él trae la luz, porque es luz”.
Aquella manifestación de amor se convirtió en pronóstico de vida. Estuve al lado de Mateo siempre que pude, pero su muerte me cogió viviendo en España. Él me hizo su ahijado y a él le debo mi convicción religiosa y el interiorizar cómo debe ser un hombre de bien; por esto, al compartir la luz, comparto el bien; por eso son estas reflexiones, a partir de mis vivencias. Gracias padrino. En aquellas tardes, sentado en el suelo, sin camisa y zapatos, con cachimba en boca y un jarro grande de café caliente en una mano, Mateo contaba, con la voz entrecortada, sus vivencias en Haití, el viaje a Cuba y su decepción mayor, nada más llegar, por tanto racismo por todas partes. Racismo, aún peor entre negros; por ser unos negros más claros que otros negros. La forma que tenía de terminar con las narraciones de sus vivencias era cantando y bailando:
“Hay que palo más duro
Palo Caguairán
Hay que palo más fuerte
Palo Caguairán
Hay que nunca se raja
Palo Caguairán”
Mateo conoció y sufrió en Cuba el castigo del color. Era negro, ciego y, lo peor de todo, haitiano. Sufrió más por racismo que por los engaños de los contratantes y el excesivo trabajo, sol a sol o bajo aguaceros, en los campos de caña de azúcar. Él decía que sentía el desprecio y las agresiones verbales de los blancos y menos blancos como una profunda picazón, peor que cuando cortaba una caña con pica pica; porque, con ese picor, el de la pica pica, sí podía rascarse hasta quitarlo, aunque soltara sangre y dejara la piel en sus uñas de tanto rascar. Con las manifestaciones racistas no; porque el picor era interior, no a flor de piel. La picazón era en el alma y su reacción orgánica le trancaba la respiración, le tragaba el habla y le acumulaba la sangre en la cabeza. Por eso, mi padrino asociaba su pérdida prematura y definitiva de visión –fue por una subida de tensión– con la contención de la ira durante tantos años. Entonces, cuando hablaba de discriminación racial terminaba con canto y baile:
“Hay que palo más duro
Palo Caguairán
Hay que palo más fuerte
Palo Caguairán
Hay no hay quien lo tumbe
Palo Caguairán”
Negro, ciego y haitiano: la triple discriminación que hizo que Mateo viviera con una asfixia existencial dentro de una sociedad marcadamente racista, donde todo lo negro es haitiano y donde Haití se convierte, desde finales del siglo XVIII, en una vergüenza, en un rechazo y en un no existir. Dolorosamente, el miedo y la fobia al negro -y más al haitiano- que sufrió mi padrino Mateo aún existe y a muchos “la picazón”, la impotencia de enfrentar este mal social, nos tranca la respiración y hasta nos traga el habla. Que la ira ante tal situación no nos haga subir la tensión ocular y nos quedemos ciegos como mi padrino Mateo. A partir de esta dolorosa historia de vida, focalicemos la mirada a países como República Dominicana, EEUU, Puerto Rico, Chile, Argentina, Colombia, Ecuador y por supuesto Cuba, donde se decía que no hay racismo; también, pongámonos de frente y miremos, allí donde se halla extendida la diáspora africana por el mundo, para VER que el racismo es un mal social generalizado y que debemos extirpar de raíz, desde la misma sociedad, con instrumentos institucionales fijados por los gobiernos y sin el uso de paliativos que lo enmascare y luego haga resurgir.
Todos/as debemos decir NO al racismo y combatirlo desde nuestro radio de acción más inmediato. Mi padrino Mateo encontró cómo combatirlo desde el canto y el baile. Fundó el Grupo “La Palmita”, que recrea la Fiesta de Résigné, donde la resignación pasó a ser resistencia y de la resistencia surgieron seres resilientes.
*Profesor Titular de Historia Moderna
Universidad de Oviedo
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