La línea del color
En 1999, un amigo, me preguntó: ”¿Por qué te interesa tanto la cuestión negro-blanco, cuando es muy probable que tengamos antes un presidente negro que uno judío, y hasta una mujer antes que un judío?”. No consideré entonces que mi amigo, judío norteamericano, tuviera una percepción tan clara de la realidad.
Cuando empezó la rivalidad entre Barak Obama y Hillary Clinton por la candidatura demócrata, las cosas eran diferentes. Sí, había crisis: una guerra en curso y otra pendiente, una batalla contra el terrorismo, la peor seguridad social de un país desarrollado, un potencialmente devastador cambio climático y una economía nada brillante. Pero no había llegado el crash. ¿Era previsible que Obama obtuviese la candidatura demócrata ante una profesional de la talla de Clinton?
El solo hecho de que se presentasen dos anomalías (negro, mujer), era suficiente para comprender que lo que en Estados Unidos se estaba debatiendo, quizá por primera vez, no era tanto qué debía hacerse en el terreno práctico para liderar la nación, sino la propia definición de los norteamericanos sobre sí mismos. En ese repaso a la identidad, Hillary representaba a la generación de los babyboomers, que aún tenía la guerra de Vietnam en la cabeza, había presenciado la lucha por los derechos civiles y conocido el racismo expresado en la consigna “iguales, pero separados”; la época en que aún se practicaba el passing: persona de ascendencia negra, pero de piel blanca, que reinventa su biografía a fin de hacerse pasar por blanco; la época en que ser mulato era una experiencia casi trágica, como recoge toda una tradición literaria; la época, en fin, definida, más incluso que por el feminismo, que había estado mucho más vivo durante la generación anterior, por la alternativa negro-blanco. Ya lo predijo uno de los ensayistas más relevantes de la cultura afroamericana, nacido en 1868, W. E. B. Du Bois, primer graduado negro por la Universidad de Harvard: el problema del siglo XX sería the color line: la línea del color.
Clinton, que en un principio parecía candidata sin rival, es heredera, quiera o no, de la primera mitad del siglo XX: de las reivindicaciones negras y de la culpabilidad blanca, de los asesinatos de líderes liberales de ambos colores, del enfrentamiento civil entre americanos a partir de la derrota de Vietnam, primera guerra perdida en la historia del país. Y en ese momento, pese a todo, no cabía duda de que Washington llevaba las riendas del mundo. Obama, como el recién estrenado siglo XXI, responde a coordenadas diferentes: ni la hegemonía estadounidense es indiscutible, ni la cuestión negro-blanco ocupa ya los primeros planos.
En Norteamérica, la etnia que crece con mayor rapidez no es la blanca ni la negra, sino la brown, la marrón, la que antes no contaba, la que habla dos lenguas, la que profesa mayoritariamente el catolicismo, la que llega sin haber sido obligada y conforma la emergente clase media. Los hispanos han transformado la demografía, el cromatismo y las necesidades sociales. Y Obama, a pesar de estar clasificado como negro, ha compartido el mismo peregrinaje que ellos: su padre estudió voluntariamente en Norteamérica y regresó más tarde a su tierra; se ha criado entre distintas comunidades, religiones, lenguas y epidermis; y sabe que la asimilación (a la cultura anglo, se entiende) no es deseada por la enorme diversidad de gentes estadounidenses que, con orgullo, quieren conservar sus signos de identidad.
Obama comprende que Norteamérica tendrá que compartir su liderazgo. Eso quiere decir cambiar su manera de relacionarse, no sólo con las demás naciones, sino a nivel interno: se hace necesaria una política de unión y no de división, de acuerdos y no de enfrentamiento. “Somos más que la suma de las partes de este país”, dijo en su discurso de marzo en Filadelfia, donde salió valientemente al encuentro del problema racial y le dio la vuelta para exponer la necesidad de resolver todos juntos los problemas “monumentales” a los que se enfrentan, en lugar de perder el tiempo en discusiones superadas históricamente. “Esta vez el cambio no vendrá de Washington; el cambio llegará hasta Washington”. Con esta frase, pronunciada el pasado agosto en su discurso de aceptación como candidato demócrata, Obama confirmó lo que ya sabían sus votantes: que Hillary, rehén aún de la llamada “sociedad del miedo”, representaba la primera opción; él, plenamente confiado en el diálogo, la segunda. Un diálogo que incluye a las culturas vinculadas, en la imaginación colectiva, con ese miedo. Obama está preparado para hacerlo, porque esas culturas no le son ajenas.
¿Y qué papel ha jugado en el éxito de Obama el hecho de estar casado con una mujer negra? Hay ciudadanos blancos que no se consideran racistas y que, sin embargo, no verían con buenos ojos que uno de sus hijos contrajese matrimonio con una persona de color; el “iguales, pero separados” sigue anclado en el subconsciente colectivo. Obama les ha ahorrado a esos ciudadanos algo que preferirían no ver: un matrimonio mixto. Frente a los afroamericanos, el senador por Illinois ha subrayado su mitad negra con toda naturalidad. Y entre las mujeres afroamericanas, Michelle, fuerte, inteligente y atractiva, liberada y madre de familia, transmite un mensaje largamente esperado. La imagen de la mujer negra alcanza oficialmente la igualdad.
Algunos intelectuales negro-norteamericanos se preguntan con sarcasmo: ¿No hemos sido siempre un tablón de salvación para Norteamérica? ¿No se erigió este continente en primera potencia mundial gracias al algodón recogido por los esclavos africanos? ¿No fueron sus descendientes quienes mantuvieron en funcionamiento las fábricas del Norte (Detroit, Chicago…) cuando los obreros blancos partieron hacia la Segunda Guerra Mundial, y quienes sufrieron despidos masivos a su regreso? ¿No hemos nutrido desde entonces las filas del ejército estadounidense? ¿No resulta significativo que cuando este país está dejando de ser punta de lanza, surja la posibilidad de que su presidente sea negro? ¿Y si ese presidente no mejora la situación, no volveremos a la conocida práctica del blaming it on the nigger: echar la culpa al negrata?
En Europa sabemos de esta práctica. Echar la culpa a los judíos no es un suceso lejano en nuestra historia. Y mi amigo americano, al afirmar que antes tendrían como presidente a un negro que a un judío, no ignoraba el hecho de que toda la tradición cristiana ha tendido a ser antisemita. “La cuestión —comenta el filósofo afroamericano Cornel West— se remonta a cuando los judíos fueron tratados como deicidas, y esta creencia forma parte consustancial de la emergencia del cristianismo, ya que éste se inició como un movimiento de reforma dentro del judaísmo. Cuando la cristiandad se extendió por Europa, la culpabilización judía fue en aumento. Y, como se sabe, la cristiandad llega a América a través de Europa. América es protestante. Blanca o negra, pero protestante”. La única excepción, el católico Kennedy, era de ascendencia marcadamente anglosajona.
Sea Obama elegido presidente o no, nunca antes había llegado tan lejos alguien que no fuese anglo. Sin embargo, no olvidemos que hay todavía Estados de la Unión en los que se organizan protestas callejeras ante la posibilidad de ser liderados por alguien de origen no ario.
Mireia Sentís es autora del libro En el pico del águila. Una introducción a la cultura afroamericana (Ardora Ediciones, 1998).
[Babelia. Sabado 1/11/08]
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